Domingos da Motta Botelho era un adolescente paseando por el sertón brasileño cuando se encontró con el Bendegó. Es difícil saber la edad de un chico bahiano en una historia de 1784, más difícil incluso que saber la edad de un meteorito. Se calcula que el Bendegó tiene 4560 millones de años, casi 20 millones de años más que el planeta Tierra y unos 40 menos que el Sol. Joachim da Motta Botelho, el padre de Domingos, era un súbdito fiel y cuando vio la piedra, imaginó que tendría oro y plata y avisó al gobernador. Poco más de un año se demoraron en comenzar el traslado del meteorito desde la granja en la que lo descubrieron hasta Salvador, la capital del estado de Bahía. Más de treinta personas trabajaron en la empresa: primero la excavación, después la construcción de una carreta especial para cargar una piedra que mide un metro y medio por dos y que pesa 5 toneladas, y finalmente la travesía. El plan de viaje incluía el traspaso de la carreta a un barco y llegar a Salvador por el río Vaza Barris, pero llegando al afluente más cercano, bajando por su lecho para acercarse a la orilla, la carreta perdió el control. La falta de frenos, combinada con el peso y la pendiente fueron un cóctel letal para los bueyes que arreaban. La historia cuenta que el eje delantero se prendió fuego por la velocidad y la presión, que la carreta en llamas descarriló y que el meteorito hasta entonces sin nombre fue a parar al fondo de un río llamado Bendegó.
¿Qué son cien años sumergida en el agua para una piedra espacial antediluviana? Le debemos a Orville Derby, geólogo norteamericano, investigador del Museo Nacional de Río de Janeiro, y a las sociedades científicas de fin del siglo XIX el renovado interés por la piedra. Convencido por aquellos, en la década de 1880 el emperador de Brasil Pedro II tomó conciencia del valor del meteorito y montó una comisión imperial para la recuperación del Bendegó. La nueva empresa fue un desafío para la ingeniería de la época: la carreta que construyeron tenía ruedas y rieles, se utilizó el trazado ferroviario que en los años previos se había desarrollado mucho y después de una odisea de cuatro meses a lo largo de más de cien kilómetros de sertón, el meteorito llegó a la estación de Jacuricy, de ahí fue en tren hasta Salvador y por último en barco hasta Río de Janeiro donde fue recibido por la princesa Isabel el 15 de junio de 1888. Unos días después llegaría a su destino definitivo, el Museo Nacional de Historia Natural de Río de Janeiro.
Ubicado dentro del parque de la Quinta da Boa Vista, el Museo de Historia Natural de Brasil, también conocido como Museo Nacional de Brasil, fue inaugurado por el rey Juan VI en junio de 1818 en el Palacio de São Cristovão, antigua residencia de la familia imperial. Como la institución científica más antigua del país, tenía una colección de más de 20 millones de piezas, una de las más importantes colecciones indígenas de América Latina, la biblioteca de antropología más grande de Brasil y la mayor biblioteca científica de Río de Janeiro con casi medio millón de libros y documentos.
Es domingo en Río de Janeiro, el atardecer de un día de primavera remite a jugos de fruta, cerveza fría y salgados, a la orilla del mar y turistas poblando el paseo de Copacabana. El sol se pone sobre el morro y abundan los claroscuros, símbolos de una ciudad llena de contrastes. Al norte, en el parque de la Quinta da Boa Vista, los últimos visitantes se alejan del museo y pasean por la inmensa reserva natural que los rodea, inmersos tal vez en esa sensación que los brasileños definieron con la palabra “saudade” y que tan bien le cabe al domingo, una mezcla de afecto melancólico y satisfacción distante.
Ese domingo 2 de septiembre de 2018 el fuego empezó poco antes de las 19.30 en la planta baja del museo, cuando el público visitante ya se había retirado e inmediatamente se dio aviso a los bomberos que llegaron en pocos minutos. Pero muy pronto surgió un inconveniente: una vez consumida el agua del camión cisterna, las bocas de incendio que intentaron utilizar no tenían presión. En su lugar, tuvieron que utilizar el agua del lago del parque. Para las 21 horas el incendio estaba fuera de control y era combatido por varias dotaciones de bomberos. Pasadas las 22 un grupo de bomberos logró entrar al edificio para trabajar desde el interior y recién por la madrugada pudieron contener el fuego. Para ese entonces el techo se había derrumbado y buena parte de las salas estaba destruída. Al día siguiente se pudo ingresar a observar la magnitud de la destrucción y comenzar el salvataje de objetos.
Las causas del incendio se desconocen pero el estado general era decadente y el mantenimiento, insuficiente. Ninguna pieza de la colección tenía seguro contra incendios ni contra cualquier otro riesgo. Ese año una tercera parte de los espacios de exposición estuvieron cerrados y solo el 1% de la colección se expuso al público. Un año después del incendio se estimaba que el 46 % de sus colecciones habría sido destruido. El fuego, sin embargo, no afectó la estructura del Palacio de São Cristóvão, una edificación de 1803, cuya reconstrucción ya fue iniciada. Se prevé que el museo vuelva a abrir gradualmente entre 2022 y 2025.
Entre las pérdidas se cuentan los restos óseos de una mujer denominada Luzia, el fósil humano más antiguo hallado en Brasil. Fue una mujer bajita, de un metro y medio de estatura, cara angosta y barbilla pronunciada. Vivió hace 11,500 años en la zona de Minas Gerais y saber de ella abrió una nueva teoría sobre las oleadas migratorias antiguas. Aparentemente, la población americana no proviene solo del norte de Asia. La existencia de Luzia demuestra que hubo otra migración desde el sur de Asia que pasó por África y desde allí hacia América y Oceanía.
A veces las personas mueren varias veces. La primera vez, Luzia fue víctima de un animal salvaje o de algún accidente natural, a los veinte o veinticinco años. Mucho tiempo después, en 1975 una arqueóloga rusa encontró su cráneo en la cueva de Lapa Vermelha y lo llevó al museo de Río de Janeiro para que años más tarde un antropólogo brasileño escribiera su historia y le diera la fama que tiene hoy. Tal vez Luzia ya había prefigurado su segunda muerte a causa del fuego dado que en su época no había tantas formas de morir como hoy. Es probable que su idea de la existencia haya sido mucho más efímera y etérea que la nuestra, más acorde a las formas y los tiempos de vida que poblaron ese mundo. La habría sorprendido saber que todavía hablamos de ella y nunca hubiera imaginado compartir un espacio de exhibición con el Bendegó. A primera vista no se parecen en nada, una roca interestelar anterior al planeta Tierra y el fósil de una persona cuya especie habitó el mundo apenas unos miles de años. Pero Brasil los conecta: la empresa del descubrimiento, el transporte de reliquias, la espectacularización de lo desconocido y la negligencia infame los emparenta. Luzia y el Bendegó se convirtieron en objetos de museo: Luzia era humana y por lo tanto frágil, dos muertes fueron suficientes para acabar con ella y ahora solo queda su recuerdo; el Bendegó por el contrario, testigo de todo lo conocido y de mucho más, parece destinado a sobrevivir.
Anexo: enumeración de las pérdidas
Entre los objetos destruidos se encuentran una cantidad no identificada de cuerpos momificados de culturas andinas, amazónicas y egipcias; los restos óseos Luzia; las colecciones de paleontología de 56.000 piezas que incluían el primer dinosaurio a gran escala ensamblado en Brasil, encontrado en Minas Gerais y conocido como el Maxakalisaurus topai; parte del acervo de la etnología indígena compuesta por aproximadamente 30,000 piezas de más de cien etnias brasileñas y otras culturas del Pacífico; la totalidad de la colección de la emperatriz Teresa Cristina, esposa del emperador Pedro II, que incluía piezas arqueológicas de la Antigua Grecia tales como esculturas, vasijas y cálices; los frescos de Pompeya; el trono del rey de Dahomey; el trono del rey africano Adandozan. Se perdió también todo el trabajo de unos 90 investigadores realizado durante la historia de la institución así como su archivo histórico y el inventario de las colecciones que se alojaba en computadoras que fueron destruidas.
Por Maximiliano Maito
Domingos da Motta Botelho era un adolescente paseando por el sertón brasileño cuando se encontró con el Bendegó. Es difícil saber la edad de un chico bahiano en una historia de 1784, más difícil incluso que saber la edad de un meteorito. Se calcula que el Bendegó tiene 4560 millones de años, casi 20 millones de años más que el planeta Tierra y unos 40 menos que el Sol. Joachim da Motta Botelho, el padre de Domingos, era un súbdito fiel y cuando vio la piedra, imaginó que tendría oro y plata y avisó al gobernador. Poco más de un año se demoraron en comenzar el traslado del meteorito desde la granja en la que lo descubrieron hasta Salvador, la capital del estado de Bahía. Más de treinta personas trabajaron en la empresa: primero la excavación, después la construcción de una carreta especial para cargar una piedra que mide un metro y medio por dos y que pesa 5 toneladas, y finalmente la travesía. El plan de viaje incluía el traspaso de la carreta a un barco y llegar a Salvador por el río Vaza Barris, pero llegando al afluente más cercano, bajando por su lecho para acercarse a la orilla, la carreta perdió el control. La falta de frenos, combinada con el peso y la pendiente fueron un cóctel letal para los bueyes que arreaban. La historia cuenta que el eje delantero se prendió fuego por la velocidad y la presión, que la carreta en llamas descarriló y que el meteorito hasta entonces sin nombre fue a parar al fondo de un río llamado Bendegó.
¿Qué son cien años sumergida en el agua para una piedra espacial antediluviana? Le debemos a Orville Derby, geólogo norteamericano, investigador del Museo Nacional de Río de Janeiro, y a las sociedades científicas de fin del siglo XIX el renovado interés por la piedra. Convencido por aquellos, en la década de 1880 el emperador de Brasil Pedro II tomó conciencia del valor del meteorito y montó una comisión imperial para la recuperación del Bendegó. La nueva empresa fue un desafío para la ingeniería de la época: la carreta que construyeron tenía ruedas y rieles, se utilizó el trazado ferroviario que en los años previos se había desarrollado mucho y después de una odisea de cuatro meses a lo largo de más de cien kilómetros de sertón, el meteorito llegó a la estación de Jacuricy, de ahí fue en tren hasta Salvador y por último en barco hasta Río de Janeiro donde fue recibido por la princesa Isabel el 15 de junio de 1888. Unos días después llegaría a su destino definitivo, el Museo Nacional de Historia Natural de Río de Janeiro.
Ubicado dentro del parque de la Quinta da Boa Vista, el Museo de Historia Natural de Brasil, también conocido como Museo Nacional de Brasil, fue inaugurado por el rey Juan VI en junio de 1818 en el Palacio de São Cristovão, antigua residencia de la familia imperial. Como la institución científica más antigua del país, tenía una colección de más de 20 millones de piezas, una de las más importantes colecciones indígenas de América Latina, la biblioteca de antropología más grande de Brasil y la mayor biblioteca científica de Río de Janeiro con casi medio millón de libros y documentos.
Es domingo en Río de Janeiro, el atardecer de un día de primavera remite a jugos de fruta, cerveza fría y salgados, a la orilla del mar y turistas poblando el paseo de Copacabana. El sol se pone sobre el morro y abundan los claroscuros, símbolos de una ciudad llena de contrastes. Al norte, en el parque de la Quinta da Boa Vista, los últimos visitantes se alejan del museo y pasean por la inmensa reserva natural que los rodea, inmersos tal vez en esa sensación que los brasileños definieron con la palabra “saudade” y que tan bien le cabe al domingo, una mezcla de afecto melancólico y satisfacción distante.
Ese domingo 2 de septiembre de 2018 el fuego empezó poco antes de las 19.30 en la planta baja del museo, cuando el público visitante ya se había retirado e inmediatamente se dio aviso a los bomberos que llegaron en pocos minutos. Pero muy pronto surgió un inconveniente: una vez consumida el agua del camión cisterna, las bocas de incendio que intentaron utilizar no tenían presión. En su lugar, tuvieron que utilizar el agua del lago del parque. Para las 21 horas el incendio estaba fuera de control y era combatido por varias dotaciones de bomberos. Pasadas las 22 un grupo de bomberos logró entrar al edificio para trabajar desde el interior y recién por la madrugada pudieron contener el fuego. Para ese entonces el techo se había derrumbado y buena parte de las salas estaba destruída. Al día siguiente se pudo ingresar a observar la magnitud de la destrucción y comenzar el salvataje de objetos.
Las causas del incendio se desconocen pero el estado general era decadente y el mantenimiento, insuficiente. Ninguna pieza de la colección tenía seguro contra incendios ni contra cualquier otro riesgo. Ese año una tercera parte de los espacios de exposición estuvieron cerrados y solo el 1% de la colección se expuso al público. Un año después del incendio se estimaba que el 46 % de sus colecciones habría sido destruido. El fuego, sin embargo, no afectó la estructura del Palacio de São Cristóvão, una edificación de 1803, cuya reconstrucción ya fue iniciada. Se prevé que el museo vuelva a abrir gradualmente entre 2022 y 2025.
Entre las pérdidas se cuentan los restos óseos de una mujer denominada Luzia, el fósil humano más antiguo hallado en Brasil. Fue una mujer bajita, de un metro y medio de estatura, cara angosta y barbilla pronunciada. Vivió hace 11,500 años en la zona de Minas Gerais y saber de ella abrió una nueva teoría sobre las oleadas migratorias antiguas. Aparentemente, la población americana no proviene solo del norte de Asia. La existencia de Luzia demuestra que hubo otra migración desde el sur de Asia que pasó por África y desde allí hacia América y Oceanía.
A veces las personas mueren varias veces. La primera vez, Luzia fue víctima de un animal salvaje o de algún accidente natural, a los veinte o veinticinco años. Mucho tiempo después, en 1975 una arqueóloga rusa encontró su cráneo en la cueva de Lapa Vermelha y lo llevó al museo de Río de Janeiro para que años más tarde un antropólogo brasileño escribiera su historia y le diera la fama que tiene hoy. Tal vez Luzia ya había prefigurado su segunda muerte a causa del fuego dado que en su época no había tantas formas de morir como hoy. Es probable que su idea de la existencia haya sido mucho más efímera y etérea que la nuestra, más acorde a las formas y los tiempos de vida que poblaron ese mundo. La habría sorprendido saber que todavía hablamos de ella y nunca hubiera imaginado compartir un espacio de exhibición con el Bendegó. A primera vista no se parecen en nada, una roca interestelar anterior al planeta Tierra y el fósil de una persona cuya especie habitó el mundo apenas unos miles de años. Pero Brasil los conecta: la empresa del descubrimiento, el transporte de reliquias, la espectacularización de lo desconocido y la negligencia infame los emparenta. Luzia y el Bendegó se convirtieron en objetos de museo: Luzia era humana y por lo tanto frágil, dos muertes fueron suficientes para acabar con ella y ahora solo queda su recuerdo; el Bendegó por el contrario, testigo de todo lo conocido y de mucho más, parece destinado a sobrevivir.
Anexo: enumeración de las pérdidas
Entre los objetos destruidos se encuentran una cantidad no identificada de cuerpos momificados de culturas andinas, amazónicas y egipcias; los restos óseos Luzia; las colecciones de paleontología de 56.000 piezas que incluían el primer dinosaurio a gran escala ensamblado en Brasil, encontrado en Minas Gerais y conocido como el Maxakalisaurus topai; parte del acervo de la etnología indígena compuesta por aproximadamente 30,000 piezas de más de cien etnias brasileñas y otras culturas del Pacífico; la totalidad de la colección de la emperatriz Teresa Cristina, esposa del emperador Pedro II, que incluía piezas arqueológicas de la Antigua Grecia tales como esculturas, vasijas y cálices; los frescos de Pompeya; el trono del rey de Dahomey; el trono del rey africano Adandozan. Se perdió también todo el trabajo de unos 90 investigadores realizado durante la historia de la institución así como su archivo histórico y el inventario de las colecciones que se alojaba en computadoras que fueron destruidas.