La plaza Perú de Roberto Burle Marx

Por Maximiliano Maito

Los antagonistas de esta historia son un paisajista paulista y un político porteño. Comienza en los años setenta, tiempo de miradas drásticas y vacías sobre el espacio público, una época en la que el urbanismo perdió la escala humana y se entusiasmó con ideas que derivaron en fantasías inconclusas y tierras arrasadas. Uno y otro personaje se prestan para una contienda maniquea: de un lado el genio creativo, la naturaleza salvaje y la digresión dionisíaca; del otro, el hombre ramplón, el progreso conservador y la fuerza apolínea.

En 1971 la Ciudad de Buenos Aires decide homenajear a la República de Perú y construye una plaza. El proyecto de la plaza Perú que hicieron los brasileños Roberto Burle Marx, Haruyoshi Ono y José Tabacow fue realizado especialmente. A vuelo de pájaro se vería como la concha de un caracol rodeada de caminos y árboles y a unos metros una figura de pie, emplazada sobre un pedestal. Estaba diseñada como un espacio lúdico: la variedad de alturas y texturas en la vegetación, junto con los caminos componían un conjunto de escenarios que invitaban a la curiosidad. La exuberancia prometía, a quien se dejara llevar, descubrir la imagen del Inca Garcilaso de la Vega, el poeta de la América Colonial, y además experimentar, caminar, saltar, trepar y deslizarse por la espiral. La espiral de hormigón constituía el módulo principal de la plaza, era grande y en el centro tenía un arenero con desniveles y un tobogán. Enfrente estaba la estatua del Inca Garcilaso, a sus alrededores había un doble camino circular y la completaban cuatro zonas ajardinadas. Al costado, un largo banco se extendía a la sombra de los jacarandás. La plaza ocupaba media manzana entre las calles Salguero, Martín Coronado y la avenida Figueroa Alcorta. El piso era de cemento alisado, pasto, arena y adoquines. En la pared del fondo, detrás de la escultura y de la espiral, donde hoy está el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, había un mural de 13 metros de alto con dibujos geométricos color ladrillo, gris, blanco y negro y unas siluetas de árboles pintadas. 

Para esa fecha, Burle Marx ya había hecho Brasilia junto a Oscar Niemeyer, el paseo de Copacabana y el aterro de Flamengo en Río de Janeiro, el parque Ibirapuera en San Pablo y los jardines de la ONU de Nueva York entre muchas otras obras. Se había pasado años explorando la vegetación de Brasil y de América Latina y podría decirse que él mismo se fue mimetizando con su objeto de estudio. Su pelo blanco, largo y ondulado se parece a los caminos sinuosos y coloridos que diseñaba; su nariz prominente, semejante al pico de un ave, está adaptada para el perfume de las plantas, los frutos y las flores; las lentes de marco grueso, las remeras de lino y las camisas estampadas junto con el bigote blanco componen la figura y el carácter de un artista, de alguien que experimenta físicamente con la naturaleza y el paisaje. Esa fuerza curvilínea que plasmó en sus obras —una de las notas destacadas del modernismo brasileño— adquiere una dimensión cinética cuando se recorre con el cuerpo: dicen que los edificios de Brasilia se mueven mientras uno camina por la ciudad, algo así también pasa con los paisajes de Burle Marx. No es coincidencia que para esa época algunos de sus amigos como Vinicius de Moraes y Tom Jobin supieran traducir esa misma sensación de movimiento curvo e infinito a la música y crearan la bossa nova

Jorge Domínguez, por otro lado, vivía en un universo de aparente rectitud. No tiene foto conocida en la que no lleve traje y corbata. Fue Intendente de la Ciudad de Buenos Aires entre 1994 y 1996, el último en ser electo directamente por el Presidente de la Nación según las normas previas a la reforma constitucional de 1994. En 1996 se presentó como candidato a Gobernador de la Ciudad en las elecciones pero perdió y su padrino político, Carlos Saúl Menem, lo nombró Ministro de Defensa de la Nación, cargo que ocupó hasta 1999. Como Intendente, las demoliciones fueron su especialidad. Su obra más célebre, que le valió el apodo de Topadora Domínguez, fue la conexión entre la Autopista Illia y la Avenida 9 de Julio. Allí construyó un viaducto que atraviesa toda la Villa 31 —hoy en proceso de reconversión en Barrio 31— y para el cual debió demoler una cantidad indeterminada de casas, desalojar a las familias que las habitaban y enfrentar una huelga de hambre. Se lo recuerda también por el curioso proyecto nunca realizado de plantar palmeras a lo largo de toda la Avenida 9 de Julio y por un trágico accidente: en 1996, en el Paseo de la Infanta, la galería de arte Der Brücke había instalado de manera irregular y precaria una escultura metálica de dos metros de altura que pesaba 270 kilos y cayó un día sobre una niña que jugaba. La causa judicial que investigaba la connivencia entre la municipalidad, la galería de arte y las empresas concesionarias del predio prescribió en 2006 sin condenas. 

Lo primero que tiraron abajo fue el mural, en 1980, antes de que Jorge Domínguez llegara a la escena pública, cuando se demolió el edificio vecino que lo sostenía para dar lugar a un nuevo proyecto inmobiliario. La estructura de la plaza duró un poco más pero no se salvó a la gentrificación de la década de 1990. Una cuadrilla de empleados municipales y topadoras le pasaron por encima. Los nuevos planes para esa zona de la ciudad despertaron una sensibilidad quejosa, la especulación se cargó la posibilidad de empatía. Para esa época se había vuelto a poner de moda la palabra linyera, de raíz italiana, que significa vagabundo. Se introdujo en Buenos Aires a comienzos del siglo veinte y se popularizó con la película El linyera de Enrique Larreta de 1936. Es normal para la clase alta porteña tener cierta aspiración a volver al pasado, a la supuesta época dorada que fue la década de 1930 cuando la argentina agroexportadora era la sexta potencia económica global. Otros le llaman la década infame, por el golpe de estado de 1930 la seguidilla de gobiernos de facto. La antipatía a veces es el síntoma de un aislamiento y genera extravagancias como creer que la melancolía es un camino posible para la historia. Se acusó entonces a la plaza Perú de ser refugio de linyeras. Ciertamente no se puede alegar un error de interpretación en este sentido: la plaza y el espacio público suelen ser refugio para las personas que viven al margen de las convenciones sociales. Pero la histeria colectiva fue más allá y construyó fantasmas: se dijo que la plaza era oscura y peligrosa. Probablemente alguien haya pensado que el problema no era el refugio de los linyeras sino el modelo económico desigual que fuerza a ciertas personas a tomar un estilo de vida que no elegirían si pudieran, pero seguramente haya habido otros motivos también. La llamada linyerización fue el primer paso necesario, inevitable y perverso, en el desordenado plan de gentrificación urbana que ejecutó el intendente, resguardado por la burocracia del gobierno porteño y al cuidado de la codicia de algunos desarrolladores inmobiliarios.

Burle Marx murió en junio de 1994. Un año y medio después, el 25 y 26 de noviembre de 1995 el mismo gobierno al que había hecho la plaza Perú, la iba a destruir. Como muchas otras ilusiones, los años que duró esa plaza fueron como la ilusión del carnaval. Burle Marx no se imaginó el final y probablemente haya sido mejor así, para no darle crédito a lo que dice la canción sobre la felicidad, que tiene una vida breve y que brilla en silencio.